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Hermes mundanos (continuación)

ISBN-13-9880770074082

 

en una modorra exagerada poniendo en riesgo toda la operación. Pero el mal es puntual, y en esos casos, para la concurrencia prevista, en la somnolencia rabiosa que continúa al despertador, escuchan su nombre alargado desde la profundidad misma de la agónica noche en un susurro inseguro. Quizás puedan, incluso, entredormidos, confundirlo con la otra voz, la ansiada.

Si por alguna falla del sistema cualquier otro llega a oír este llamado, cree con engañosa sinceridad que se trata de una mera circunstancia... alguien a quien se le acaba de escapar el colectivo, una revuelta de vecinos escandalosos, o alguna otra vulgaridad irrelevante.

El mecanismo es tan antiguo como inevitable y por ello, con lógica y periódica rigurosidad el método se renueva con tácticas y maniobras alternativas en la necesidad de evitar las trampas con que siempre pretendemos engañar al destino. Así, se incorporan recursos innovadores o más o menos remozados reemplazando a otros que caen, prudente y consecuentemente en desuso. La efectividad del método, lo que lo hace absolutamente infalible, es su inmediatez, si no fuera así y pudieramos esperar, no nos confundirian ni los disfraces más sofisticados.

Cuando calle Jujuy tenía adoquines de madera, por ejemplo, el diario traía -únicamente para el inminente cadaver- su propio obituario anticipado entre las necrológicas; por eso, presentidos o avisados, muchos han desistido de comprarlo. Del mismo modo, el supuesto rumor de las trompetas del juicio rechinando en los carritos cirujas volviendo a Villa Manuelita, por Ayolas, desterró la costumbre de barrer las veredas. Por Italia, más allá de 27 iba un cartero de macabro silbido, y por Junín, antes del Emisario 9 (lo de “emisario” incluso resulta más que sugestivo) el lechero habría rasgado sin intención, como los otros, uno que otro refucilo artero cuando volcaba el

jarro con el immaculado elemento.

Esa ingenua condición de víctima hace que muchos, más crédulos que temerarios, crucemos (con disimulado pudor) anhelantes miradas con señoritas distraídas que llevan -tal vez- el puntazo del mal en sus párpados bien delineados.

La enumeración precedente dista bastante de verificación precisa, pues contradice en sí misma la tradición supuesta tornándola en fábulas mediocres, supercherías antojadizas, o similares tonterías.

Pero la sospecha de la oración siniestra nunca pronunciada se presume en cuchicheos de vecinas, en besuqueadas estampitas, e imprecasiones inútiles.

La ciudad, dicen, en su rumor constante, murmura permanentemente la advertencia, pero los hombres, se sabe, tenemos a menudo demasiada fe en nosotros mismos.

En las tardes de melancolía, cuando uno se descubre repitiendo los sencillos pasos de nuestros padres, a veces me pregunto si allá en Ludueña, donde quedó mi juventud, no fuí -más de una vez incluso- excusable instrumento de los dioses... (si, es una buena cohartada).

Muchos viejos que vienen ojeando las vacantes en la “sala de espera”, han olfateado en su experiencia la conjura y pretenden rajarle al maleficio, gambetear la mala nueva y esfumarse cuando el presagio abruma. No prender ni una luz. No estar solos.

En realidad, no hay manera de evitar los designios mortales, pero proclives a la vanidad, quienes presienten la proximidad delatora se visten rápido y huyen, preferentemente a las oficinas públicas, aunque no hayan llegado todavía los empleados.

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