

-16 RELATOS-
LUIS CAPPIELLO
velaban sus ojos. Algunasde esas visitas esporádicas revelaron un cambio de humor que se traducía en gritos o sonidos altisonantes, ante lo cual, era mejor retirarse sin esperar demasiado. Sinceramente constituía un alivio alejarse lo más rápido posible si al fin, hiciera uno lo que hiciera, se hallaba enajenado de todo vínculo. Una vez, sentado en la silla de ruedas donde lo habían colocado para acercarlo al ventanal en el fondo de la sala, me sorprendió con una pregunta: –¿fui malo yo? aunque tal vez haya dicho otra cosa tan negado de expresarse como estaba, o no haya emitido más que un murmullo que interpreté arbitrariamente, confundido por el televisor. Era imposible no sentir remordimiento por este eufemismo del distanciamiento, del abandono, de la condena a la que le habíamos sometido en ese ambiente tan ajeno porque no podía dar muestras de la cordura que se le esfumó de pronto aquella madrugada cuando nos sorprendió la lluvia apagando la fiesta. Porque con el correr del tiempo todos nos vamos resignando a que no hay mucho más que soportar simplemente y es por la fuerza, ese lenguaje que entienden todos los idiomas, que se impone la mecánica de lo que nos circunda, que nos vamos curtiendo, convirtiendo. A quienes tuvieron la deferencia de preguntar cómo estaba tratéde comunicarles con el hábito de convencerlos solapadamente de que hacíamos, sensibles ante la desgracia vecina, todo lo posible. Y ellos no pusieron reparos en fingir que creían, pues finalmente estamos todos cortados por la misma tijera. El sentimiento sin embargo era ambivalente pero en ambos sentidos, y para ser honestos pretendía terminara del mejor modo este martirio y la liberación consecuente –la de él y la nuestra– porque el desgaste inclina la balanza hacia el anhelo inconfesable de algún final más o menos presuroso que definiera la situación y nos dejara continuar con lo nuestro, aunque habríamos sentido indudablemente el sobrecogimiento ante un desenlace poco humanitario siendo como todos impugnadores de eso que entendemos como falta de compasión o rápida y simple malicia, tallados desde siglos por la presión de nuestra moral religiosa, pero, ¿hay otra alternativa? Porque el mundo se defiende o se define con sus propios argumentos ante tantos y tantos seres que no hacemos más que restarnos importancia por el sólo efecto del número. ¿qué íbamos a hacer si consideraban cumplido el plazo de las expectativas y simplemente nos lo cedían para que lo lleváramos con alguno de nosotros y ello confundiera todo y alterara todo lo inmediato? Buscarle otro reducto.
Si decantaba por el lado de la fatalidad, pensaba cómo me afectaría
en algún momento el vacío de su lugar en la mesa o el qué hacer con sus
ropas y las fotos que había conservado y supuse, si me dan a opinar, que
uno debería irse lejos y sin noticias mucho antes de estirar la pata para
evitar a los demás el desasosiego que implica el sumar sobre la ausencia
la carga de lo definitivo. Comencé a verlo cada dos o tres semanas, y
hasta pasaron meses en que torturado por mi conducta desaprensiva pretendí
excusarme cumpliendo con los medicamentos y con alguna consulta
al médico que lo tenía a su cuidado, confiando perezosamente en sus mejores sentimientos –y obligación juramentada– que encarnarían por transición los míos. Allí estaba con otros que necesitaban la misma atención, le eran en estado semejantes, aunque no se sí esa compañía no constituía una contradicción en donde aquello que suponíamos podía ayudarle resultaba en la tortura de no poseer un solo momento de privacidad, de soledad, y lejos de sus propias referencias terminaba sumándole a una especie de masa con el resto que leudaba impotencias inútiles.
Hasta que la supuesta mejoría revirtió la tendencia y entró de nuevo en el letargo profundo. A partir de allí, no hubo más que empeoramiento, porque con el correr de los hechos todos nos vamos entregando.
A la semana, lo habían acostado y arropado convenientemente como para hacerle un bien de cortesía que intuí de los últimos. Otra vez estabacomo al principio y no hacía falta que dijera nada, el color de la piel, los labios estrujados, las manitos juntas sobre el pecho que inhalaba con dificultad un sonido ronco que venía ya de otra parte. Le dije unos cuantos monosílabos para mantener algún vínculo en ese aparente reanimar que a veces precede al desenlace, si al fin, estábamos frente a frente ante el resplandor de una ventana alta hacia donde miró en un momento como si viera pasar alguna sombra, alguna especie de fantasma se me ocurrió y no tuve dudas, algo que venía a buscarlo. Le di unos pedacitos de chocolate que esta vez recordé para la ocasión porque siempre había dicho que era “una cosa rica” y al dejárselos en la boca inundada aúnde aquella lluvia irreversible pareció iluminarse, pero es una expresión exagerada, los consumió a todos y entonces le besé en la frente y le puse la cara para que, como hacía habitualmente desde que había caído allí, respondiera también con varios besos repetidos apenas descifrables que en su expresión parecían perdonar: –“no me acuerdo de nada”.