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Filosofía y Política: El terrorismo de Estado y el Terror irracional

de EL HOMBRE REBELDE, Albert Camus

Todas las revoluciones modernas acabaron robusteciendo el Estado. 1789 lleva a Napoleón, 1848 a Napoleón III, 1917 a Stalin, las perturbaciones italianas de la década del 20 a Mussolini, la república de Weimar a Hitler. Estas revoluciones, sobre todo después de que la primera guerra mundial hubo liquidado los vestigios del derecho divino, se han propuesto, no obstante, con una audacia cada vez mayor, la construcción de la ciudad humana y de la libertad real. La omnipotencia creciente del Estado ha sancionado cada vez esa ambición. Sería falso decir que no podía dejar de suceder esto. Pero es posible examinar cómo ha sucedido, y quizá sirva de lección.

 

Aparte de un pequeño número de explicaciones que no constituyen el tema de este ensayo, el extraño y aterrador crecimiento del Estado moderno puede considerarse como la conclusión lógica de ambiciones técnicas y filosóficas desmesuradas, ajenas al verdadero espíritu de rebelión, pero que, sin embargo, dieron origen al espíritu revolucionario de nuestra época. El sueño profético de Marx y las potentes anticipaciones de Hegel o de Nietzsche terminaron suscitando, después de ser arrasada la ciudad de Dios, un Estado racional o irracional, pero en ambos casos terrorista.

 

Para decir verdad, las revoluciones fascistas del siglo XX no merecen el título de revolución. Les ha faltado la ambición universal. Mussolini y Hitler trataron, sin duda, de crear un imperio y los ideólogos nacional-socialistas pensaron, explícitamente, en el imperio mundial. Su diferencia con el movimiento revolucionario clásico consiste en que, siendo herederos del nihilismo, prefirieron divinizar lo irracional, y sólo ello, en vez de divinizar la razón. Al mismo tiempo renunciaban a lo universal. Ello no impide que Mussolini se declare heredero de Hegel, y Hitler de Nietzsche; ilustran en la historia algunas de las profecías de la ideología alemana. A este respecto pertenecen a la historia de la rebelión y el nihilismo. Han sido los primeros que han construido un Estado basándose en la idea de que nada tenía sentido y que la historia no era sino el azar de la fuerza. La consecuencia no se ha hecho esperar.

 

Desde 1914 Mussolini anunciaba la "santa religión de la anarquía" y se declaraba enemigo de todos los cristianismos. En cuanto a Hitler, su religión confesada yuxtaponía sin vacilación al Dios-Providencia y el Walhalla. Su dios era, en verdad, un argumento de mitin y una manera de elevar el debate al final de sus discursos. Mientras tuvo buen éxito prefirió creerse inspirado. En el momento de la derrota se juzgó traicionado por su pueblo. Entre ambos momentos nada vino a anunciar al mundo que pudiera nunca considerarse culpable ante ningún principio. El único hombre de cultura superior que dio al nazismo una apariencia de filosofía, Ernst Junger, eligió, por otra parte, las fórmulas mismas del nihilismo: "La mejor respuesta a la traición de la vida por el espíritu es la traición del espíritu por el espíritu, y uno de los grandes y crueles goces de esta época consiste en participar en ese trabajo de destrucción".

 

Los hombres de acción, cuando carecen de fe, nunca creyeron sino en el movimiento de la acción. La paradoja insostenible de Hitler ha sido justamente querer fundar un orden estable sobre un movimiento perpetuo y una negación. Rauschning, en su Revolución del nihilismo, tiene razón cuando dice que la revolución hitleriana era un dinamismo puro. En Alemania, sacudida hasta las raíces por una guerra sin precedentes, la derrota y la angustia económica, no se mantenía ya en pie valor alguno. Aunque haya que contar con lo que Goethe llamaba "el destino alemán de hacerse todas las cosas difíciles", la epidemia de suicidios que afectó a todo el país entre las dos guerras dice mucho sobre la confusión de los espíritus. No son los razonamientos los que pueden devolver la fe a quienes desesperan de todo, sino solamente la pasión, y en este caso la pasión misma que yacía en el fondo de esta desesperación, es decir, la humillación y el odio. Ya no había un valor a la vez común y superior a todos estos hombres en nombre del cual les fuese posible juzgarse los unos a los otros. La Alemania de 1933 se decidió, por lo tanto, a adoptar los valores degradados de algunos hombres solamente y trató de imponerlos a toda una civilización. En defecto de la moral de Goethe, eligió y sufrió la moral de la pandilla.

 

La moral de la pandilla es triunfo y venganza, derrota y resentimiento, inagotablemente. Cuando Mussolini exaltaba a "las fuerzas elementales del individuo" anunciaba la exaltación de las potencias oscuras de la sangre y el instinto, la justificación biológica de lo peor que produce el instinto de dominación. En el proceso de Nuremberg, subrayó Frank "el odio a la forma" que anidaba a Hitler. Es cierto que este hombre era solamente una fuerza en movimiento, corregida y hecha más eficaz por los cálculos de la astucia y de una implacable clarividencia táctica. Hasta su forma física, mediocre y trivial, no era para él un límite, pues lo fundía en la masa. Sólo la acción le mantenía en pie. Para él ser era hacer. Por eso Hitler y su régimen no podían prescindir de enemigos. No podían, petimetres frenéticos, definirse sino con relación a sus enemigos, tomar forma sino en el combate encarnizado que debía destruirlos. El judío, los fracmasones, las plutocracias, los anglosajones y el eslavo bestial se han sucedido en la propaganda y en la historia para levantar, cada vez a una altura un poco mayor, la fuerza ciega que marchaba hacia su término. El combate permanente exigía excitantes perpetuos.

 

Hitler era la historia en su estado puro. "Devenir -decía Junger- vale más que vivir". Predicaba, por lo tanto, la identificación total con la corriente de la vida, en el nivel más bajo y contra toda realidad superior. El régimen que ha inventado la política exterior biológica iba contra sus intereses más evidentes. Pero obedecía, por lo menos, a su lógica particular. Así, Rosenberg hablaba pomposamente de la vida: "El estilo de una columna en marcha, y poco importa hacia qué destino y para qué fin esta columna esté en marcha". Después de esto, la columna sembrará la historia de ruinas y devastará su propio país, pero por lo menos habrá vivido. La verdadera lógica de este dinamismo era la derrota total, o bien, de conquista en conquista, de enemigo en enemigo, el establecimiento del imperio de la sangre y la acción. Es poco probable que Hitler haya concebido, por lo menos primitivamente, este Imperio. Ni por su cultura, ni tampoco por su instinto de inteligencia táctica, estaba a la altura de su destino. Alemania se hundió por haber emprendido una lucha imperial con un pensamiento político provincial. Pero Junger había advertido esa lógica y dado su fórmula. Tuvo la visión de un "imperio mundial" y "técnico", de una "religión de la técnica anticristiana" cuyos fieles y soldados hubiesen sido también sus monjes, pues que (y en esto Junger se encuentra con Marx), por su estructura humana, el obrero es universal. "El estatuto de un nuevo régimen de mando sustituye al cambio de contrato social. El obrero es sacado de la esfera de las negociaciones, la compasión y la literatura, y elevado hasta la de la acción. Las obligaciones jurídicas se transforman en obligaciones militares".

edición digital para la comunicación del personal de la Administración Provincial de Impuestos Rosario

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