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Hermes mundanos

Hay una legión conformada por quienes vuelven de madrugada luego de farras opíparas, de fatigar sábanas neutrales o de añoranzas imposibles, y aunque no suman gran número, andan desparramados por la ciudad, repartidos con cándida simpleza en el casi amanecer.
Suele cruzárselos comúnmente cuando vamos al trabajo y en esa hora imprecisa y casual, cuando suponen fantasiosos que aún conservan una cierta algarabía, son quienes asumen la tarea de comunicar las muertes de la jornada.
En realidad ellos mismos ignoran su ocasional encargo de mensajeros
eventuales, pero el destinatario comprende apenas es sorprendido por un gesto, una broma grosera o a través de un eructo de borracho, la encomienda fatal.
A veces, con cierta pereza, la víctima olvida su propia (y necesaria)
participación en el drama y se distrae en una modorra exagerada
poniendo en riesgo toda la operación. En esos casos, en la somnolencia
rabiosa que continúa al despertador, escuchan su nombre alargado desde
la profundidad misma de la agónica noche en un susurro inseguro.
Quizás puedan incluso, entredormidos, confundirse con la otra voz, la ansiada.
Si alguien más llega a oír este pregón cree sinceramente que se trata
del churrero, un marido celoso, o alguien a quien se le ha escapado el
colectivo.
El sistema es tan antiguo como inevitable y por ello, lógica y periódicamente se debe recurrir a nuevos métodos para evitar las trampas
con las que siempre pretendemos engañar al destino; así, se incorporan
recursos innovadores que van reemplazando a otros, que caen prudentes
y consecuentemente en desuso.
Cuando calle Jujuy tenía adoquines de madera, por ejemplo, el diario
traía –para el condenado únicamente– su propio obituario anticipado
entre las necrológicas.
Por eso, presentidos o avisados, muchos han ido desistiendo de comprarlo.

Asimismo, el rumor de las trompetas del juicio rechinando en los carritos cirujas volviendo a Villa Manuelita, por Ayolas, desterró la costumbre de barrer las veredas. Por Italia, después de 27, iba un cartero y en Rosario Norte la noticia rondaba el Telarañas que atraía variopintos parroquianos de pastosas miradas. Por Junín, antes del Emisario 9 (lo de “emisario” incluso resulta evidentemente sugestivo) el lechero rasgaba sin intención un refucilo artero cuando volcaba el jarro con el blanco elemento.
Algunos, a veces temerarios y siempre inconscientes, cruzamos (con algo de pudor) anhelantes miradas con señoritas distraídas que llevan el puntazo del mal en sus párpados bien delineados.
La enumeración precedente dista bastante de verificación precisa pues contradice seriamente la esencia misma de la tradición tornándola en fábulas, supersticiones, y similares tonterías. Pero la sospecha de la oración siniestra nunca pronunciada se presume en cuchicheos de vecinas, en conversaciones de amigos, en divagaciones eventuales.
En las tardes de melancolía, cuando uno se descubre repitiendo los sencillos pasos de nuestros padres, a veces me pregunto si allá en Ludueña, donde quedó mi juventud, no fui más de una vez inocente instrumento de los dioses.
La ciudad, dicen, en su rumor constante, murmura permanentemente
la advertencia, pero los hombres, se sabe, tenemos a menudo
demasiada fe en nosotros mismos.
Muchos viejos, que vienen “ojeando” lugares vacantes en la sala de
espera han olfateado en su experiencia la conjura y pretenden rajarle al maleficio, gambetear la mala nueva y esfumarse cuando el presagio abruma; no prender ni una luz, no estar solos.
En realidad, no hay manera de evitar los designios mortales, pero
proclives a la vanidad, quienes presienten la proximidad delatora e
inescrutable se visten rápido y huyen, preferentemente a las oficinas
públicas, aunque no hayan llegado todavía los empleados.

LC

                                               

edición digital para la comunicación del personal de la Administración Provincial de Impuestos Rosario

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