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En un momento todo se transformó en un pandemónium, con la
gente corriendo para uno y otro lado maquinalmente y el ruido ensordecedor de las bombas cayendo y nosotros corriendo también, si ¿qué otra cosa quedaba por hacer? Nos tirábamos mutuamente de la mano, un rato ella, otro yo, por aquellas calles del barrio que resultaban bajo el influjo del momento extrañas, como de algunas de esas historias fantásticas que leía cada semana, como en una especie de espejismo en el que todo
era polvo y escombros o quizás el polvo y el escombro estaban en algún lugar no muy lejos que íbamos tratando de eludir pero para nosotros que suponíamos el innato refugio de la casa todo ocurría allí, mientras ella corría llevándome de la mano y yo a la par mirando menos los destrozos y los cuerpos tirados, en esa soledad que implica el miedo, que su vestido tumultuoso de arrebatadas flores rojas y amarillas abrumado por la carrera y por esa voluptuosidad milagrosa que redoblaba debajo y que entraña cuando se es niño –y para siempre– el divino encanto de lo imaginado. Y cuando llegamos no había nadie y corriendo entramos mientras el estruendo nos jaqueaba, nos seguía, azuzándonos hasta la alcoba donde nos acurrucamos en un rincón. Y ella arrastró instintiva (e inútilmente) el colchón sobre nosotros y en esa resistencia inútil a lo que vendrá aunque recurramos a todas las invocaciones, me apretaba temblando para cubrirme del peligro. Ese pecho abundante del que
apenas podía apartar la vista cuando venía de visita tan a  menudo ante mis miradas sesgadas, y ahora se hundía terso y turbulento presionado en mi cara como un milagro que ponía mi ansiedad en un estado de gracia: mi tía.
A veces creo que me miraba sabedora, (ellas siempre saben antes) como si dijera lastimera, chiquiiito…
Yo tenía entonces 7, y ella 36, me acuerdo porque coincidía con el año en el que se sublevó el Generalísimo y comenzamos a padecer las refriegas de la guerra civil. Y aunque nosotros éramos de los suyos la pasamos mal hasta que todo terminó tres años después y pudimos gozar de la dura paz, y del triunfo que más allá de algunas bravuconadas, no nos comprendía.
Pero volviendo a aquella jornada en que me sepultaba en su opulencia apretándome con fuerza y como si casi no se diera cuenta, en el candor de entonces sentí por una vez, que una mujer, amorosamente (¿puedo decir casi maternal?) me protegía. Y al momento, tal vez ese mismo pánico que daba el afuera le hizo dar un vuelco y revolverse escondiendo la cara en el hueco de mi hombro –novel para estas lides– acurrucándose
mientras me sostenía y yo noté, mucho tiempo después, que allí aprendí el significado, y el cuidado de los secretos. Esa confusión que me llevó a abrazarla toda y así aguantarnos, yo en el miedo doble, y ella… ella en la inevitable desesperación fue liberando en un quejido o un lloriqueo suspirado su angustia, y yo sentía una tensión nueva batir locamente esa otra bomba anhelante bajo el esternón, mientras el tumulto iba menguando, arrastrando tras de sí el castañetear de vidrios y utensilios, pavoneándose en su retirada y dejándonos un zumbido brumoso morando para siempre en los oídos.
Ella me retenía como cubriéndose pero no a expensas de mí, sino
como si fuera a dormirse y para que no la abandonara, hombrecito al fin, en ese temblor que nos invadía. Y no podía adivinar si lo que estaba promoviendo era provocado por una especie de procaz liberación o por un simple desconcierto (puede que sólo mío), y aún hoy digo que no, y sufro que sí, y mientras las bombas ya sonaban opacas en el cielo alto de la media tarde como si tuviéramos la oreja pegada a una panza con retorcijones, la cubría, mínimamente y máximamente arrebolado contra sus valles y lomas trémulas. En esa percepción de indulgencia que nos había concedido la alteración anárquica (todavía) de lo cotidiano, fue rotando, distendiéndose, sabiamente pacificada por el laxo mecanismo inconsciente que al final de la incursión salvaje nos exculpaba permitiendo a cada cual seguir su vida, y así quedamos no sé cómo vueltos hacia el mismo lado, yo a su espalda, adherido a todo lo suyo. Nadie
más en el mundo.
Y aunque resulte algo censurable para los que se persignan ante las cruces y los que se arrodillan hacia la piedra todos llenos de culpas insalvables, rogué inútilmente que volvieran, y continuaran bombardeando hasta el instante último de nuestro último gemido.

                                                                                              LC

a contrario censu

edición digital para la comunicación del personal de la Administración Provincial de Impuestos Rosario

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