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laberintos

La noche en que se desató la tormenta resultó la culminación de una semana agobiante. Entre los blandos relieves de la intimidad percibí el preámbulo del temporal a la distancia y al rato, el primer atisbo de viento fresco entrando como una lanza en la oscuridad. Un zumbido de hojas en los árboles de la calle y las plantas del patio antecedió a la lluvia. Demoró un tiempo suficiente como para que estuviera despierto y se largó sin mezquindades, filtrando su expresión imponente por las oblicuas celosías para hacer más acogedor nuestro refugio.
Me levanté a curiosear esa caverna negra que era la noche paredes
afuera bajo el redoble continuo del diluvio abrumador. Así, en la natural
intermitencia de los relámpagos, tuve la primera noción de inquietud.
Fue ese temor repentino que me hizo dudar, buscando inconscientemente
en derredor, volviéndome incluso hacia donde todo continuaba impasible. Y esa misma rara calma en contraposición al sacudón que provocaba en mi espíritu la tempestad, me alteró más aún. En las otras habitaciones, vacías, tal vez algún mueble llegó a crujir imperceptiblemente animando la zozobra algo infantil.
Afuera, una sombra pudo haber cruzado, no sé si llegué a ver algo o fue simple sugestión, sin embargo, en la confusión intuyo que ese cierto reflejo impreciso de piel empapada jadea agazapada tras la vegetación robusta, tensa la limpia línea del lomo.
Pensé cada cerradura, cada resistencia de las trabas. Las hendijas de las persianas repiquetean metódicamente con intensidad dispar iluminando a tajos la trama de la casa. Si hay alguien afuera no debo delatarme. ¿me habrá visto en los destellos? Tabletean en las hendijas, en línea sobre el umbral.
Giro y pego la espalda a la pared que contiene la ventana, adelgazado,
estirado hacia arriba para que me indulte la penumbra.
Respiro. Respiro apenas tratando de atisbar un sonido que lo descubra,
que revele su posición, pero los guturales murmullos del agua o el viento que intimida en las cañerías no permiten sutilezas.
Quizás ahora que no veo sus movimientos se ha acercado a la casa.
¿Es el vendaval, o es otro ruido tras las paredes? sobre el techo…
Me arrodillo para avanzar solapado y me echo sobre el piso para ofrecer menos oportunidad, me arrastro hacia la puerta que da a la cocina buscando un cuchillo inútil.
Las sombras del patio danzan en el salpicado recuadro de las aberturas una y otra vez, hasta que descarto que sean otra cosa. Sin embargo, los truenos confunden golpeando los límites de la casa como una estampida
indescifrable o como grandes pájaros rebotando tozudamente, aturdidos o idiotas, arietes tumultuosos contra los vidrios que en el momento estallan, caen sobre el alfeizar, encima de mí y el piso… el piso que tiembla

imperceptiblemente mientras gesta un crujido, una grieta, y aun cuando es incapaz el oído de distinguir algo más que el barullo, aún así, late un eco ligero, un goteo apagado. Un pulso, un gemido de sogas, un levísimo girar de puertas sobre goznes antiguos; un papel que en el aliento etéreo se despeña. Interminablemente.
Es factible incluso que haya hurgado por debajo de los cimientos horadando la tierra, presto a saltar desde las profundidades como un espectro, como un animal del infierno. Casi puedo olerlo, como deben adivinarlo los perros del vecino que ladran histéricos. Ladran con certera desesperación mientras la lluvia entra con ímpetu y me cala en astillas; desde mi cabeza desciende, escurre como sangre empañando mis ojos, mi espíritu, sujetándome mientras corre impávida sin que pueda retroceder, arrastrando lustrosas agujas brutalmente afiladas, ahogándome con la sensación de que esa cosa está muy cerca o que incluso, pudo haber entrado ya entreverada en el viento imponente. Es como una hojarasca revolviéndose, retorciéndose, funesta.
Entumecido, intuyendo el borde de un abismo imposible, alcanzo a pararme. Es un chasquido, aquí, al lado… en la rara boca que sigue a la puerta… las negruras de la casa se alejan de mí, se confinan hostiles, tan cerca. Siento como si el monstruo estuviera aquí mismo y pudiera sufrir su aliento fétido. Es una helada, ambigua amenaza el espejo.
Un acompasado batir de telas que aletean y se esfuman, se confunden
dudosas con las cortinas hasta que ya no se escucha nada, súbitamente,
como presos repentinos de esas esferas candorosas, pero sin nieve.
Todo parece contenido en un licor espeso, una baba, un ronquido… un rumor adormecido acompañando el rumor abrumador de la lluvia inmensa derramándose ahora con majestuosa, imponente tranquilidad y que sin embargo, no me oculta, ni me perdona. Que repentinamente rabia multiplicada en un frenético crepitar de hogueras, un escozor, como si chisporroteara sobre el aceite hirviendo.

Hay alguien allí, inmediato.
No está afuera.
Alguien escondido en el baño, en el dormitorio pienso, tal vez una
mancha más (o menos) oscura, una mole tras la puerta, un relieve adherido
al sillón o colgado allá al fondo que no puedo ver bien, dentro del
ropero, bajo la cama… o sobre ella.
Si es así, si se encubre mimetizado entre las cosas o bajo las máscaras
del sueño, si al acercarme inevitable llega a darse vuelta, repentino,
me destruirá con su misma mirada de fuego y sus mismos dientes feroces.
Sus latidos duplicando mi mismo ritmo sepultado.
No está afuera, sino ahí; adentro. Tal vez aquí; no sé. Es posible es
seguro que el monstruo esté adentro.

LC

edición digital para la comunicación del personal de la Administración Provincial de Impuestos Rosario

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